El Dador de Vida no tenía prisa. Caminaba, alejándose de la Torre de Londres, hacia los arrabales de la gran ciudad, hacia aquella tierra de nadie y de todos (de los humildes y los necesitados) que era el East End. Caminaba, pues, el Dador de Vida, evitando la opulencia de los palacios de inspiración normanda, de la Cámara de los Comunes, de Trafalgar Square y la estatua de Nelson que la presidía, de los nobles y sus casas con jardines de estilo georgiano, y acaso también, o muy particularmente, de los caballeros con chaqué y corbata de seda, que le miran a uno por encima del hombro y pueden ver fácilmente detrás de las máscaras, porque ellos mismo viven agazapados tras de ellas, condenados a perpetuidad a llevar un embozo fatuo y pomposo de hinchados carrillos llamado indiferencia. Ah, el Dador de Vida odiaba aquella actitud flemática, aquel distanciamiento de las clases acomodadas, pero, sobre todo, odiaba la innegable penetración psicológica de éstas, aquel recelo innato del aristócrata hacia cualquier desconocido, que ponía al recién llegado a prueba en todo lugar y en toda situación. Porque el Dador de Vida necesitaba que la máscara que cubría su rostro y que le ocultaba (literal y metafóricamente) no fuese puesta a prueba más de lo necesario. En ello le iba la vida y el éxito de su misión, naturalmente...
Sigue leyendo en: http://www.aurorabitzine.com/articulos/551.php
|